lunes, 26 de abril de 2010
Le quattro stagioni
El otro día hablaba de "Las cuatro estaciones" de Vivaldi y he de decir que es una obra que me ha fascinado desde el primer momento en que la escuché.
Todavía recuerdo el día (a mis tempranos diez años) en el que mi señor padre me cogió de la mano, me llevó al lugar en el que se instalaba la cadena de música y me dijo que me iba a enseñar algo grande, algo que, si lograba entender, me serviría como una lección para la vida (todavía no sé si real o ficticia).
Me acuerdo de mi posición exacta frente a él y de su rigurosa explicación sobre lo que sonaba de fondo. Me explicó que era común la imitación de la naturaleza en la época de Vivaldi, pero que éste es uno de los mayores ejemplos de perfección. Me indicó en cada segundo la "parte" de la naturaleza a la que intentaba (y conseguía) evocar y logró dejarme con la boca del tamaño de un buzón cuando terminamos de escucharlo.
Después de algunos años (tres, en concreto) me dio las pautas para escuchar este tipo de música de forma relajada: "bastará con cerrar la puerta de la habitación en la que te encuentres, apagues la luz, cierres los ojos y dejes que cada nota atraviese hasta el más fino poro de tu piel y tu cabeza. Bastará con que intentes entenderlo. "
Cuando estás tumbado boca arriba sobre el colchón con los ojos cerrados y dejas que la melodía invada cada rincón de ti mismo, es cuando te das cuenta de que la grandeza se encuentra en los placeres más insignificantes y que nada puede cobrar más plenitud que ese instante único y mágico a la vez.
Algunos años más tarde, yo sigo disfrutando de cada nota con la luz apagada y los ojos cerrados, e intentando seguir los movimientos del arco del violín con la cabeza y con el paladar.
Porque la música no solo se oye y se siente, sino que también se degusta. Se huele. Se ve.
Os dejo con mi movimiento preferido. Quizá sea uno de los ejemplos más claros del ritmo que siguen los latidos de mi corazón.
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