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(Es una forma cuanto menos profesional de coger la cámara)
La adolescencia, como potro recién nacido que quiere levantarse y aún no puede, me hizo caminar trastabillante sobre el asfalto. Pasaban los días, meses, años y yo no lograba encontrar el verdadero sentido de la vida. Metáfora de metáforas. Cada año de más era un año de menos. Cada libro leído pesaba en el pecho y me hacía comprender lo incomprensible que podía llegar a ser el mundo. Cada palabra atinada era compensada con cuatro desatinadas.
Intenté, sin conseguirlo, ser la más adulta en un mundo plagado de niños. La más niña en un mundo a rebosar de adultos. Anduve siempre entre Peter Pan y el Capitán Garfio. Entre la mirada limpia de una niña que sueña con lo que no posee, y la estremecedora carcajada de alguien que ha estado en todos los frentes y ha vuelto maltrecho pero invicto. Supongo que la madurez la adquirí a base de golpes. Pero esos golpes me hicieron, en mayor o menor medida, más fuerte y creo que puedo sentirme orgullosa de ello.
Pasé, en escasas décimas de segundo, del sueño más bello y necesario a la frustración más absoluta. Me hundí tropecientas mil veces y salí a flote otras muchas. Llegué a la precipitada conclusión de que la vida, al fin y al cabo, no es más que un puñado de fracasos, obligaciones incumplidas, algún triunfo y muchos desengaños. La vida es riesgo.
Fui una orgullosa que instaló su ego en el mundo sin darse apenas cuenta. Nunca dejé que nadie me pisara y reconozco que fui muy dura en mis juicios. Pero también fui buena con los que se lo merecían (o eso creía).
Me debatía constantemente entre el puro nervio y la más solemne de las serenidades. He de reconocer también que fui poco tolerante con las cosas que me rodeaban y que había pocas que me hicieran sentir realmente bien. Fui una nostálgica en el sentido más doloroso del término y melancólica hasta agotarme.
Recuerdo que miraba a los ancianos desde la admiración más profunda. Me fascinaba el simple hecho de que alguien fuera capaz de sostener tantos amaneceres con la mirada. Los consideraba la fuente de sabiduría que la sociedad necesitaba escuchar y, sin embargo, ignoraba. Recuerdo que imaginaba que cada arruga escondía millones de historias, de experiencias, de batallas perdidas y guerras ganadas. Que su encorvada espalda era un gran ejemplo del peso que supone la vida. Metáfora de metáforas.
Puse el mundo en cada parpadeo, en cada paso y en cada línea. Aprendí que con una sonrisa se podía llenar el mundo. O con el mundo las sonrisas. Aprendí que no servía de nada llorar o arrepentirse. Que era difícil soportar la carga producida por los remordimientos.
Todo esto lo aprendí casi al final, para lo cual todavía queda mucho. O eso creo.